Desde que tiene uso de razón, Néstor Montalbano vive y ve la vida como si fuese una película. Marido de Marcela, padre de Renzo y Renata, y autor de ocho películas, programas de humos transgresores y un sinfín de cortos locales en los que hizo participar a gran parte del pueblo que lo vio nacer, el director cree que el éxito tiene única y exclusivamente que ver con no traicionarse a sí mismo.
Escribe Bernardita Castearena
Es el año 73 y el pequeño Néstor, que tiene doce, está encerrado en un cuarto en el fondo de su casa. Un día antes, Alonso, el encargado de reproducir las cintas en el teatro Rossini, le permitió conectar su grabador en el proyector para copiar el sonido de la película que se había estrenado esa semana. Montalbano escucha el audio al mismo tiempo que dibuja con tinta china cada fotograma en una tira de papel para después reproducirla en un proyector Cine Graf. Una vez terminadas, todas las películas tienen su Avant Première en la Escuela N°4, el lugar donde Néstor cursa sexto grado. La relación con Alonso alimenta cada vez más la pasión de Néstor por el cine: cuando se termina la temporada de promoción, el proyectorista llega a la panadería familiar, de la que es cliente hace muchos años, con los afiches del último estreno o los recortes de audio de algún film que días atrás tuvieron su momento de gloria en el Rossini.
—Pasaba horas haciendo eso. Era un mundo mágico de mucha ilusión, pero también era inalcanzable: yo nunca creí que podía llegar a filmar una película porque sentía que eso lo hacían los grandes —dice Néstor desde el escritorio de su casa de Almagro. Atrás de él hay un afiche de Soy tu aventura y una repisa que, entre otras cosas, sostiene una réplica del proyector que usaba cuando era chico.
En la casa de los Montalbano, la puerta siempre estuvo abierta para el arte y la música: José -conocido popularmente como Pepe- era un ítalo criollo que el mismo día que Perón cayó en manos de la Revolución Libertadora, se casó con Susana, una mujer alegre que Néstor recuerda cubierta de pies a cabeza con tapados rojos mientras los militares teñían las casas de la ciudad de gris. Sin embargo, ninguno de los dos estaba convencido de las posibilidades de futuro que tenía la carrera que había elegido el menor de sus hijos.
A Buenos Aires llegó cuando cumplió 26 años. Desde los veinte se había dedicado a hacer cortometrajes en los que actuaba todo el pueblo. Las películas eran populares y de entretenimiento: un día creaba un rocky nuevejuliense, y al otro día hacía un western con cañones, pistolas y trajes de policía. El primer corto lo filmó con una cámara súper ocho que le prestó un vecino. Néstor no tenía un peso, y la única plata que le robaba de vez en cuando a Pepe, la usaba para comprar los casettes para poder filmar. Pero la falta de presupuesto nunca lo limitó, porque él ya había arreglado todo: los actores y las personas que le iban a prestar la ropa sabían que el día que el incipiente director se levantara con ganas de filmar la película, tenían que estar listos.
La idea era hacer una recreación del Juan Moreira que Leonardo Favio había revivido unos años antes. El momento de hacerla llegó un mediodía, cuando iba camino al banco en el Torino de Pepe y sintió que el viento estaba a su favor para rodar el primer filme. Esa misma tarde juntó a todos los vecinos que había convocado unos días antes, les puso barbas falsas, trajes de policía y dos horas después tuvo su propia versión del clásico de Favio. En realidad lo logró unos cuantos días después, porque en esa época las películas se revelaban en la central de AGFA que quedaba en Alemania, y el trámite incluía un comisionista que llevara las cintas a Buenos Aires y de ahí a revelarlas. Un dedo en el medio del lente o un mal enfoque podían arruinar la película entera, pero Néstor confió en el dueño de la cámara cuando le dijo que todo era automático, y cuarenta años después reconoce que siempre fue muy intuitivo, aún cuando agarraba una de esas cámaras por primera vez:
—Tenía mucha intuición, me ganaban la intuición y la voluntad. Tenés que tener una capacidad de convencimiento muy grande: yo convencía y lideraba, y esa capacidad te permite llevar adelante un proyecto. Para mi Nueve de julio tiene montaña, nieve, todo lo que no tiene lo tenía mientras yo lo pudiera fabricar.
Aunque poner a actuar a los vecinos y jugar a ser director lo divertía mucho, Néstor sabía que la única forma de llegar a ser alguien conocido desde el centro de la Provincia de Buenos Aires, era cumplir con los requisitos de los films amateurs y hacer participar sus producciones en concursos y festivales del país y la provincia. Así fue como llegó a un festival de Tandil La herencia, una película que hizo en 1984 y que llamó la atención del rector del CERC, que consiguió el teléfono de la panadería y lo marcó una vez por mes para decirle al padre de Néstor que el chico tenía talento y que había que mandarlo a estudiar a Buenos Aires. Montalbano padre levantaba el tubo, escuchaba, respondía y cortaba; nadie más que él sabía de esa convocatoria. Hasta que un día, cansado de la insistencia del rector, le dijo:
—Mirá, me está llamando un tipo de Buenos Aires para decirme que podés dar un examen allá para probarte. Vas a tener que ir.
Néstor nunca lo vio como un acto de egoísmo, sino que era consciente de que le hacía mucha falta. Y eso lo terminó de confirmar cuando, al poco tiempo de irse, Pepe puso la panadería en alquiler porque no tenía quién le ayudara.
Néstor y un amigo hacían videos de Bar Mitzvah y otras reuniones de la comunidad judía para bancarse la estadía en Buenos Aires. En 1992 llegó la propuesta para trabajar en televisión como asistente de producción en América, y un año después, la posibilidad de sumarse a Cha cha cha. Hasta ese momento no imaginaba que el humor iba a ser el rumbo de su carrera, pero, como dice él, “pasó ese trencito” por su vida y no tenía otra alternativa que subirse.
Del éxito de Cha cha cha, todos eran conscientes hasta ahí nomás por culpa de un productor que insistía con que era un programa under que sólo contaba con una porción de prestigio que les permitía permanecer en el aire. Pero a todo lo que se venía después, llegaron más confiados: un día, paseando con Diego Capusotto, vio un Todo por dos pesos que era parte de la fiebre del fin del menemismo y el nuevo milenio que se venía. Automáticamente, Néstor le dijo: “esto es lo que tenemos que hacer”, y unos meses después estaban recorriendo junto a Pedro Saborido la utilería de canal 7 para ver qué se les ocurría con el poco presupuesto que tenían disponible. “Casi todo lo que hago está más basado en mis limitaciones que en mis capacidades”, dijo Pedro Saborido en una entrevista con la Universidad de Quilmes y agregó: “con Diego, Alberti y Montalbano siempre sentimos lo mismo: que es mejor hacer algo que después encuentre un lugar, y no buscar un lugar siguiendo lo que está de moda”, y Néstor no puede estar más de acuerdo:
—Como éramos novedosos y fuimos con esa energía de la juventud, pusimos un lenguaje muy propio ante un momento histórico que lo necesitaba, porque el humor que se estaba haciendo cansaba, era caduco, muy conservador —reflexiona Montalbano sobre esa experiencia.
Incluso cuando trabajaba en Sábado bus y Nicolás Repetto le dijo que con su talento la televisión podía darle lujos y un alto nivel de vida, Néstor sabía que ese no era su camino.
—Mi respuesta fue: «Mirá Nicolás, no quiero ser un empleado, yo nací para ser libre y la televisión me va a atar a un sistema de reglas y de condiciones que no creo soportar, que no son para mí”. Lo que él me ofrecía era tener una casa en el lugar que eligiera vivir, un auto y una vida burguesa, y lo que yo estaba eligiendo era una jugada en la que, por encima de todo, estaba el sentimiento: sabía cuál era mi camino, y hasta ahora fue así. Y la verdad es que si me tengo que cagar de hambre a esta altura de mi vida, no tengo ningún problema.
***
Néstor tiene un bebé en una mano y un micrófono plateado en la otra. Al lado, una Renata de siete años con los dientes pintados con fibra negra, toca un piano de juguete con la misma pasión que Piazzolla tocaría el suyo. Durante un minuto y medio, padre e hija se sumergen en una interpretación casera de Decime bandoneón, la canción de Cacho Castaña que luego pondrán encima para que parezca que la cantan ellos. Mientras tanto, el pequeño Renzo mira sin entender y Marcela filma el video que Néstor se encargará de editar un rato más tarde.
—Siempre fuimos nosotros cuatro, ese es nuestro núcleo duro —dirá Renata veinte años después.
Renata es la hija mayor de la pareja que Néstor y Marcela formaron a mediados de los setenta. Los dos son hijos de padres conocidos dentro de la ciudad: ella de los dueños de la farmacia Potente, una droguería histórica, y él de los de Montalbano, una panadería tradicional que fundaron sus abuelos y heredó su padre. Los negocios estaban en dos esquinas de la avenida principal de Nueve de Julio a una cuadra de distancia.
Néstor y Marcela se conocían de toda la vida, pero no fue hasta cumplir los quince que se pusieron de novios: dicen que él repitió tercer año para ser compañero de ella en el secundario, y que ella no quería saber nada con él porque sus rulos le parecían demasiado extravagantes. Finalmente se hicieron novios, transitaron la adolescencia y cada uno siguió su camino: él en la panadería y después en Buenos Aires, y ella estudiando letras en La Plata. Durante años tuvieron una relación a distancia que después se estableció en Buenos Aires donde criaron a los dos hijos que llegarían algunos años después. A partir de ese momento, Marcela se encargó, no solo de criar a Renzo y a Renata mientras Néstor hacía jornadas maratónicas en televisión, sino también de ayudarlo a escribir los guiones de cada uno de sus proyectos. Los hijos siempre fueron a la escuela en el turno tarde porque, mientras la mayoría de la gente levantaba los platos de la cena para lavarlos e irse a dormir, para ellos la última comida indicaba el inicio de la jornada de trabajo: una vez que se desocupaba la mesa, marido y mujer pensaban guiones para Cha cha cha, Todo por dos pesos, o la próxima película que el director tuviera en mente.
Renata recuerda la vorágine de su papá en televisión como un momento en el que solo lo veían los fines de semana y aprovechaban esos dos días para exprimirlo por completo. El padre lo disfrutaba, y hacía con ellos lo mismo que hacía en televisión de lunes a viernes: crear historias y editar los videos que inmortalizarían la infancia de los Montalbano para siempre.
Estudiantes de la escuela pública “Mariano Acosta”, y criados entre Buenos Aires, Nueve de Julio, y los estudios de televisión en los que trabajaba Néstor, los Montalbano hicieron su propio camino siguiendo el rastro del de sus papás: Renata estudió escenografía y vestuario en la Universidad de La Plata y Renzo se dedicó de lleno a la música hasta convertirse en el cantante de Gativideo, una banda de pop funk con estética ochentosa que hace giras por el país y agota localidades en Niceto.
—Lo que más admiro de mi papá es la seguridad que tiene: él no duda y es algo muy lindo de ver —confiesa Renata.
A diferencia de los productos que se venden terminados, para hacer una película se necesita convencer a una persona de que invierta mucho dinero sin saber a ciencia cierta cuál va a ser el resultado de esa inversión. Por eso, para Néstor, su actitud fue uno de los tres poderes claves, junto a la perseverancia y la convicción, que lo ayudaron a lograr cada uno de los desafíos que se propuso:
—Yo soy un gran defensor de que cada artista tiene su impronta, y que ante las buenas y las malas que te pueda proponer la vida, si uno está seguro de sí mismo, de lo que es, aunque se equivoque, va a tener mucha fuerza interior para poder mostrar lo que siente.
Pero la seguridad no le saca la vergüenza: después de haber hecho ocho largos, dos programas de humor e incontable cantidad de material audiovisual con los vecinos de su ciudad, Néstor confiesa que al momento de estrenar una película en el cine desearía poder meterse abajo de una butaca para pasar desapercibido.
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Un joven Néstor productor de Sábado bus caminaba de noche por las calles de Buenos Aires cuando de pronto se acercó a un local de El palacio de la papa frita y se encontró con Luis Aguilé, que días antes había estado tomando champagne en el programa de Mirtha Legrand y a Néstor le había parecido entre bizarro y divertido. El cantante, que hacía varios años que estaba radicado en España, estaba en la capital de paso y Néstor, que estaba pensando en hacer una película en Nueve de Julio, vio en Aguilé el personaje principal de una historia que ya tenía dando vueltas en la cabeza. Usando Sábado Bus como chapa para que el cantante escuchara lo que tenía para proponerle, el director le dijo:
—Mire, tengo una idea para una película. Pero usted tiene que hacer de Luis Aguilé y lo tengo que secuestrar. Dígame una dirección a la cual pueda mandarle la propuesta escrita.
Tres años después, Aguilé era secuestrado por Luis Luque y Diego Capusotto en el teatro Rossini -el mismo al que Néstor iba cuando era chico a mirar películas-, y un pueblo entero se comprometía con el rodaje de Soy tu aventura, una película de humor con la que Néstor buscaba cumplir el sueño de ver a la gente de su pueblo ocupando la pantalla que había visto pasar a las figuras más importantes del cine. El rodaje duró seis semanas y Néstor no lo disfrutó ni un minuto: la presión de quedar bien con el pueblo, incluir a todos los personajes que fueran posibles y hacer una película que le caiga bien a la crítica para llenar de orgullo a la ciudad que lo vio nacer era más grande que cualquier posibilidad de disfrute.
Los vecinos de Patricios recuerdan ese rodaje como una inyección de vida a un pueblo que después del desmantelamiento de las redes del ferrocarril en los noventa pasó de tener 3000 habitantes a 300: los pocos que que tuvieron la opción de jubilarse o eligieron la indemnización que ofrecía el estado para evitar un inminente traslado hacia algún lugar recóndito y desconocido de la Provincia de Buenos Aires. La experiencia fue tan significativa que los vecinos hicieron un cartel con letra blanca mayúscula que dice “En Patricios se filmó Soy tu aventura” y lo pusieron mirando hacia la ruta N°5, el camino que conecta Buenos Aires con Nueve de Julio.
Para Néstor fue mágico, porque vio que durante el tiempo que se filmó la película, toda la ciudad vivía en el encanto de la ficción: los vecinos sentían que estaban secuestrando a Aguilé o en una comedia musical en la que señores y señoras de más de setenta años se quedaban despiertos hasta las cinco de la mañana para cantar Soy laburante atrás de Aguilé en un julio helado de 2003.
El resultado fue arrollador: no sólo para Montalbano que estaba cumpliendo el sueño de su vida, sino también para actores como Verónica Llinás y Jorge Marrale que hasta el día de hoy le recuerdan a Néstor lo valioso que fue ver a un médico rural, a los periodistas locales, y a los vecinos comprometiéndose como lo hicieron con el rodaje de una película.
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Mientras la mayoría de la gente se escapa de las ciudades del interior y pasa el resto de su vida hablando del poco cariño que le generan las raíces, Néstor confiesa que su amor por Nueve de Julio llegó a ser tan grande que tuvo que trasladarlo al psicólogo:
—Llegó un momento en el que mi casa era la embajada de Nueve de Julio, hasta que un día me tuve que despedir, y con esa película logré hacer un corte.
El primer corte lo hizo el día que, después de hacer decenas de cortometrajes y empezar a soñar con ser director en otra escala, se fue a la última calle de asfalto de la ciudad y se dio cuenta de que tenía treinta cuadras para definir su futuro: “¿Podré hacer películas y cumplir semejantes sueños?”, se preguntaba.
Una vez que se fue a Buenos Aires, la vuelta fue periódica: cada quince días los Montalbano recorrían los 256 kilómetros que separan Buenos Aires de Nueve Julio a para ver a la familia pero también para que Néstor, avasallado por el ritmo de la televisión y el desgaste de tocar puertas hasta conseguir que a alguien le interesara alguno de sus proyectos, se reencontrara con la pasión de aquel niño que dibujaba con tinta china los fotogramas de la última película que se había pasado en el cine:
—Ese pibe creía que el mundo era infinito, se lo tragaba, creía que todo lo podía hacer, había una inconsciencia, el horizonte no existía, se llegaba al sueño, y eso para mí es muy importante. Me rejuvenece, me pone todas las pilas, y de ahí sale la fortaleza para ganar otra vez la calle y volver a meter un proyecto.