Escribe Bernardita Castearena
—¿Te acordás cuánto salía el tren cuando viajábamos? —le consulté a mi mamá vía audio de Whatsapp
—Alrededor de setenta pesos. La proporción era cuatro a uno: con lo que se pagaba un pasaje en colectivo, viajaban cuatro personas en tren. Y la pasaban mejor.
Si hay una escena de la infancia que recuerdo con cariño es la del tren. Desde el momento en el que mi hermano mayor, con trece años, entró como arquero en Gimnasia y Esgrima de La Plata, y que mi hermana viajó para estudiar una carrera universitaria, fue moneda corriente recorrer arriba de una formación del Sarmiento los casi 300 km -con combinaciones de por medio- que separan Nueve de Julio de la ciudad de las diagonales. Éramos cinco: mi mamá, mi papá, mis dos hermanos y yo, y cada vez que subíamos, acomodábamos los enormes asientos marrones de la clase turista para el lado que nos quedara más cómodo y cada uno ocupaba su puesto.
El tren pasaba lunes, miércoles y viernes a las seis de la mañana por la estación. Nosotros viajábamos los viernes y volvíamos el domingo a la noche, y la rutina de ida incluía preparación exhaustiva de bolsos y la adrenalina que genera el encuentro con los seres queridos y la gran ciudad. La llegada a la estación era un evento: por lo menos trescientas personas se agrupaban en el anden con cuidado de no quedar muy cerca del tren por miedo a que los “chupe”, consecuencia de las cientos de historias -ciertas y ficticias- de gente que perdió partes del cuerpo o incluso la vida por pararse en el lugar equivocado. Cuando el tren llegaba, todos miraban su boleto y subían al vagón de la clase que les correspondía. Para mi siempre fue una hazaña: los trenes diesel tenían un espacio considerable entre la escalera y el anden, y pasar de un vagón a otro era una travesía. Además, siempre me dio la impresión de que nadie nos miraba, y que el maquinista nunca se iba a enterar si nos subíamos o no. De grande entendí que esa era la tarea de los guardas.
El viaje duraba entre cinco y seis horas, y en ese momento no había celular, ni tablet, ni nada. La única diversión era imaginar la vida del resto de los pasajeros, inventar canciones y comprar alguna revistita de juegos que ofrecía a los gritos un vendedor ambulante. Además, comprábamos chocolates Hamlet, Sugus y un café para combatir el frío que entraba por las ventanas que cerraban a medias. El vagón solía estar lleno de niños en la misma situación de encierro y de adultos que charlaban entre sí hasta, sin darse cuenta, saber sobre la vida del otro con lujo de detalles.
Lo único que faltaba en ese tren diesel era un coche comedor, que para ese entonces (plenos 2000’s) estaban fuera de servicio en todas las formaciones que llegaban al interior. Por eso, el vagón con mesitas y servicio de buffet, fue el primer lugar en el que me ubiqué después de acomodarme en el asiento del tren que me llevó desde Constitución a Mar del Plata en enero de 2020.
En los trenes nuevos no se ve casi nada de aquellas máquinas en las que entraba viento por todos lados y hacían un ruido ensordecedor. En cambio, tienen aire acondicionado, calefacción y asientos parecidos a los de un avión, con mesa y posavasos. Además, circulan herméticamente cerrados y con seguridad a bordo por cualquier inconveniente. Sin embargo, el precio y las comodidades hacen que siempre conserve la esencia popular. Al mismo tiempo que yo, cientos de familias subieron llenas de bolsos, conservadoras y sombrillas para disfrutar unos días de playa. Adentro del tren, el mate pasaba de mano en mano y los juegos de cartas eran la principal diversión de las familias.
Yo, enloquecida por el reencuentro con las tradiciones que me hicieron tan felices hasta que -lenta y progresivamente- el tren dejó de pasar por mi ciudad, no podía parar de sacar fotos. De ese amor por el tren viene la extrema ilusión de que se cumpla la promesa de un retorno de las formaciones de pasajeros al interior del país.
Mañana vuelve el tren a Nueve de Julio, y es probable que esta incipiente periodista llore mientras recuerda a aquella niña que un viernes por mes se subía al tren para abrazar a sus hermanos.
Qué emocionante y real historia. Hoy comenzamos a llenar nuestros corazones de alegría por esa vuelta al tren, para que tengamos nuevamente un transporte accesible y poder llegar a biliar a nuestras hijas/os que estudian tan lejos. El sueño se está haciendo realidad